Inconscientemente agarro ese vago gusano que vive en el hueco de la escalera de la esquina y lo estiro sin piedad como si fuera un chicle. Su cabeza y su punta se alejan cada vez más, se van separando lentamente. No se rompe aun poniendo todo mi empeño en partirlo en dos, de modo que decido volverlo a juntar en una pequeña y casi invisible bolita. Redonda y semi perfecta, ocupa un pequeño espacio en ese pliegue especial de mi cerebro, pero sigue estando presente por más que intento disminuir su tamaño. Lo revuelvo de todas las formas que se me ocurren, aunque poco a poco, me desmotivo al ver que sigue intacto, como si los violentos pisotones de mi mente no le hubieran ni rozado.
¿Es capaz mi alma de pensar? Quizás sí, puesto que el gusano, hijo del cansancio y la apatía, ha nacido allí y no me deja estar en blanco. Desea moverse, sobrevivir alimentándose de la soledad que habita en mi estómago. Quiere existir a costa de mi felicidad.
Con esa última y solitaria sensación clavada como una navaja en el centro de mí, caigo en un profundo sueño del que quizá no despierte nunca, puesto que el pensamiento que ahora me invade es un parásito insaciable.
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