Mi fe siempre ha estado en peligro de extinción, eso no es ninguna novedad. Pero algunas cosas en mi día a día sí que han empezado a cambiar.
La esperanza se ha cansado de arroparme noche tras noche, ahora una hermosa boa se enrosca en mi estómago cada vez más decidida.
La almohada ha empezado a morderme mientras intento consultar las cosas con ella.
Me levanto y noto como esos aviones en guerra sobrevuelan mis pensamientos.
Avanzo por los pasillos y evito esos rincones en los que sé que se puede encontrar mi reflejo, no me apetece encontrarme con más pares de ojos que no logro reconocer.
Desayuno sin levantar la cabeza del plato, pues esquivar miradas se ha convertido en mi hobbie, mis ojos ya han sangrado demasiado como para que las navajas de la decepción sigan hundiéndose en ellos sin demasiada compasión.
Observo con tristeza mi piano y sus partituras, echando de menos ese tiempo en el que solía encantarme sentarme ante él, pero aquel músico con el que estaba escribiendo una canción cambió de melodía. Ya no tiene sentido que yo la siga componiendo sola.
Saco el móvil del bolsillo, tengo bastantes mensajes del médico que más se preocupa por mí, el que me curó cuando la muerte arraigaba en mis venas. Aún así sigo ignorándolo, dando por hecho que sus mensajes nunca dejarán de llegar, siendo egoísta y contestando únicamente a los que más me convienen.
Empiezo a limpiar mi habitación y decido vaciarla, creyendo que la sensación de espacio y desahogo se adentrará también en mi cabeza.
A mediodía, mis deseos se han empezado a contradecir.
Mientras contemplo el atardecer, saco mi vieja libreta para ver cuanta inspiración me puede ofrecer hoy el cielo. Sin embargo, enfurecida, me doy cuenta de que las palabras huyen de mí, pues están asustadas de que llegue a odiarlas tanto como he empezado a odiarme a mí.
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