El ensordecedor silencio, al que le guardo un amor - odio por ser tan caprichoso, tiene la curiosa doble cualidad de regalarme la paz más inmensa y la mala costumbre de abandonarme y dejarme sola con mis afilados pensamientos.
El silencio, que nunca se queda callado del todo porque siempre escucharé a mi corazón bombeando sangre. Acostumbrado a aparecer cuando le apetece, a vagar por el desierto, a esconderse en las esquinas más oscuras y en los paisajes más bonitos. Duerme tranquilo manteniendo su doble personalidad arrolladora y resplandeciente. El mismo silencio ha sido asesinado injustamente tantas veces, manchado por palabras irrelevantes, sustituido por el dolor de los gritos a la deriva.
El silencio, ese que me deja alejarme de las presiones externas y me ofrece un rayito de sol en medio de la tormenta. El que me deja escuchar los susurros de mi alma y el que me enseña que contemplar el atardecer callada es mucho mejor. Gracias al silencio por permitir que me oiga a mí primero y por dejarme decidir que es lo que quiero. Por abrazarme cuando las palabras sobran y cuando solamente hay que saber estar.
A pesar de ello, aparece a traición después de escuchar algo que no debía, o tras una mala noticia. Aparece cuando estás por última vez en ese sitio que sabes que no volverás a ver. Aparece de madrugada arañando esa conversación que sabes que te lleva a un callejón sin salida. Aparece tras tomar una decisión que cambiará tu rumbo y aparece siempre que se acaba mi canción favorita. Aparece cuando el insomnio se cuela en mi cama y vuelve a aparecer cuando ya no me quedan mas lágrimas. Como suelen decir, el silencio también es una respuesta y siempre aparece cuando a más preguntas me asaltan.