Él me da el consuelo para remediar esa mirada cansada, abatida tras meses de noches en vela. Me envuelve entre hojas anaranjadas y me acuna, apaciguando el llanto que surca mi interior. Es él quien me sostiene la cabeza sujeta hacia el frente, para que no la gire hacia lo que no se puede volver a escribir. Me arropa con un manto si mi cuerpo empieza a enfriarse y les susurra al papel y lápiz de mi mesa que se reconcilien de una vez por todas.
Sé que pretende ahuyentar a las sombras que holgazanean a mi alrededor, esperando hincar los dientes en mi alma. Sé que solo quiere despedazar aquello que me hunde, aquello que derrite mi sonrisa esperanzada. Sé con certeza que solo pretende proporcionarme amparo cuando la cama alza una red sobre mi cuerpo.
Aun con todo ello, temporada tras temporada, lo rechazo áspera, inmuta, vacía. Sintiéndome desagradecida por no aprovechar algo que podría devolverme la paz que tanto necesito. Decepcionándome una vez más conmigo misma, por preferir regar mi jardín con lágrimas a querer el presente y aceptar la calma. Una calma parecida a la que tarde o temprano nos inundará a todos, esa a la que no hay que temer, sino saber que en cierto instante terminará dándonos la mano.